Casa Zirio

Devenir Bosque

Mario Vélez

Por: María Elvira Ardila

En su exposición, Devenir bosque, Mario Vélez nos lleva a un ecosistema terrestre con una biodiversidad poblada de árboles, piedras, plantas, animales, agua, cientos de microorganismos. Allí, el verde se apodera del espacio y se escuchan múltiples sonidos. Sin embargo, en la densidad de los habitantes naturales de un bosque se encierra una diversidad de misterios. Para Vélez, en el bosque todo está en juego y los sentidos deben estar en situación de alerta, porque cuando se está en él, existe una sensación latente de acechar y ser acechado: hasta el sonido de un pequeño pájaro puede ser aterrador o un canto sublime. 

Este halo de misterio tiene una significación profunda en nuestra psiquis y ha estado presente gracias a todos los cuentos que leímos y escuchamos de niños. Caperucita se encuentra con el lobo en un bosque; La Bella Durmiente pernocta en una inaccesible fortaleza de la naturaleza; Blanca Nieves se esconde y convive con siete enanos; Hansel y Gretel entran en un laberinto de placer al encontrar chocolates y dulces en la casa de una bruja. A través de estos relatos hemos aprendido que en el bosque se esconde algo que no conocemos y que puede ser peligroso; su naturaleza puede volcarse en devastadora y hasta puede nublar la razón.  Por otra parte, como señala Carl Gustav Jung, cuando se ingresa al bosque regresamos a la madre, a la matriz, pues este lugar representa nuestra subconsciencia y la regeneración de la misma.

Los bosques fueron los primeros templos para los pueblos ancestrales. El temor a la oscuridad y el silencio que reina en su interior contribuían sin duda al respeto religioso que inspiraba y sobrecogía a los miembros de las comunidades. A partir de lo anterior, la Iglesia Católica satanizó los bosques y La Inquisición los declaró como lugares de reunión de herejes, de aquelarres de brujas y sentenció a sus participantes a la hoguera.

Mario recorre con frecuencia el bosque y, desde hace tres años, explora su naturaleza profusa. Es a través de ella, donde “desafío los temores de mi niñez. Ahora soy testigo de lo que quedó después de las guerras y observo la muerte,” afirma el artista. Al caminar ve como los rayos de luz se cuelan entre los árboles iluminando el paso. Los dorados que aparecen en su obra hacen alusión al oro, pero se puede también asociar con la salida del inconsciente a la luz. 

En esta exposición, encontramos tres derroteros importantes de su práctica artística:  el primero es su interés por el territorio, en este caso el bosque. El segundo es ese axis mundi o eje del mundo, que expresa en su pintura y que se traduce como un punto de conexión entre el cielo y la tierra, en el que convergen todos los rumbos de una brújula y que abre las puertas a un mundo simbólico. El tercer aspecto es la exploración de su inconsciente y del inconsciente colectivo en el vacío de este espacio.

Sus obras nos muestran las maneras en las que Vélez se adentra en el bosque y detalla lo que le inquieta. Su casa colinda con el paso antiguo de la Reserva Forestal Nare. Allí tiene encuentros con cientos de árboles, orquídeas nativas, nacimientos de agua, cantos de pájaros, silencios, ruidos. En esta exposición, Vélez conecta el universo y los micro mundos que se encuentran en el lugar y le da vida al axioma del Kibalión: “como es arriba es abajo, como es adentro es afuera”, reconstruyendo los universos simbólicos. La muestra cuenta con pinturas de gran y pequeño formato que dan cuenta de este precepto: orbes en el espacio extendidos en un lienzo, sistemas planetarios donde podemos descubrir un astro o un átomo. Vélez considera que hay una serie de mundos en ese espacio, una prolongación de su ser. De esos diálogos entre las pinturas, los ovoides ‒ algunos de gran tamaño, otros pequeños, fundidos en bronce, forrados en tela o en plastilina horneada ‒simulando las grandes piedras de ónix o cuarzos están en ese bosque que se conecta con el todo. Así, encontramos pinturas con títulos que insinúan su contenido como: Origen, Desembocar, Historias individuales, Retoños, entre otras. 

En su trabajo manifiesta los movimientos de astros, una danza de planetas que nos hace mirar al cielo, como también el sonido de las hojas y el movimiento de los pequeños habitantes del bosque. A su vez, marca el recorrido de las ondas que se producen cuando se tira una piedra en el agua. Magnifica las células microscópicas que se agrandan a través de la pintura. Hace visibles ovoides que se despiertan expandiéndose por un sistema que el artista ha creado en las superficies de sus lienzos y que materializa a través de sus esculturas, como objetos que señalan que dentro de ellos puede estar un microorganismo o una galaxia.

Su pintura conecta el cielo y la tierra. Nos incita a caminar por el bosque para entrar a buscar ese algo profundo en nosotros y recuperar los arquetipos de la naturaleza. Allí están los ovoides que abrazan la vida, esferas ovaladas, huevos que se regeneran. Están los rayos del sol y por supuesto La Noche Oscura de San Juan de la Cruz.

El bosque está lleno de marcas, de signos dejados por los antepasados, por los habitantes que viven cerca, por corporaciones o multinacionales que se quieren apoderar de ellos; por las instituciones que protegen, por los urbanistas que lo ven como oro puro, por los soldados de las guerras, los turistas, caminantes, o peregrinos. Es un territorio que posee un tejido cambiante de relaciones y señales que dejan en el suelo o en una piedra. Donde lo telúrico deja transformaciones que afectan de alguna manera el lugar. Es importante acentuar que la pintura de Vélez está llena de estas señales, líneas, huellas que podrían pensarse como cartografías y espacios ocultos por el camuflaje de la misma naturaleza. 

El artista también observa los cambios atmosféricos. En especial la niebla, ese fenómeno que se produce cuando las nubes están a nivel del suelo formadas por partículas de agua en suspensión. Su uso de la niebla produce un ambiente bucólico que enmarca su serie Anatomías del dibujo. En los dibujos pequeños y de color negro, la bruma aparece y es un momento en que todo se detiene, no se ve nada. En este momento, el artista agudiza los otros sentidos y una de las preguntas que realiza es ¿cómo late la niebla?  Y esto nos lleva al sonido, la niebla aquieta los sonidos externos, sólo el latido del corazón nos puede avisar si puede surgir un monstruo en mitad de esta bruma.  Para hacer esta serie, Vélez superpone distintas capas de dibujos para tratar de atrapar la niebla y, cuando lo hace, encierra los dibujos con una cuadricula negra que sugiere una parcelación del territorio. Tal vez esto sucede en la realidad cuando la niebla enceguece todo.

Vélez también tiene un gusto por la arqueología. En algunos dibujos y pinturas podemos encontrar vestigios de algunos de los monolitos de San Agustín y Tierra Adentro, los cuales revelan su fascinación por la estatuaria precolombina. Recolecta huesos, semillas, fósiles, caracoles, hojas, cráneos de animales, piedras y todo lo que le interese. De esta manera recoge la memoria del lugar. Cada objeto que selecciona lo examina y clasifica en su biblioteca natural, una colección que se ubica en una estantería en su casa y que se ha convertido en su archivo personal.

En un momento el artista pensó en la frase Volver de la guerra para referirse a poder regresar al bosque. En su selección del verbo ‘volver’, Vélez nos ubica en una situación de esperanza, en un país tan azotado por la violencia. Una posibilidad que se abre a partir de la firma del Proceso de Paz en el 2016. Ahí surge la idea de conocer el bosque, el territorio con un nuevo imaginario de un país seguro. 

No hay que olvidar que Mario nació a finales de los 60 y pertenece a la generación que reflexiona acerca de la producción artística de la década de los noventa y el tránsito de la plástica al siglo XXI en medio de una violencia devastadora. En este periodo, son de vital importancia conceptos como la geografía y el cuerpo, ya que reflejan la importancia de la expresión de la memoria y las experiencias de la violencia. 

En particular, Vélez reafirma la pintura en un momento complejo y ha abordado la temática de la guerra con varias series como Rojo amanecer (1992), Fracciones pedazos piezas (1998 - 1999), Guerras Pequeñas (2008), Restituciones (2011). En algunas aparecen cabezas y fragmentos de cuerpos; en otras el color lo dice todo.  En su trabajo más reciente, en el fondo de sus telas aparece los camuflajes, lo que hace que todo lo que esté en el bosque se mimetice en colores verdes y cafés y todo lo que esté allí se esconda en la naturaleza. Aunque su obra es abstracta, recordamos los uniformes militares, seres que como camaleones se funden en la geografía. Aquí quedan registrados los protagonistas de las guerras recientes: militares, paramilitares y guerrilleros. Al mismo tiempo, las selvas y los bosques acogen y son la salida de la población civil en busca de protección y de una nueva vida. 

Mario ha creado su gramática personal: sus elocuentes planos de un solo color, los óvalos perfilados. Las elipses, esas curvas cerradas y planas con dos ejes de simetría, donde todo nos remite al origen y nos lleva a significados entre la vida y la muerte. 

La invitación es a sumergirnos en este bosque que nos propone Mario Vélez, que nos llevará a nuestra propia psique para enfrentarnos con el inconsciente y, si tenemos suerte, integrar la sombra. Tal vez este bosque que hoy vemos expandido, pinturas, esculturas y un paisaje sonoro capturado en sus recorridos y procesados con ayuda de un músico profesional estará en Galería Casa Zirio pueda y quizá esto nos ayude a sanar el inconsciente colectivo de Colombia, para que podamos reunirnos y celebrar la vida en estos lugares y decir Después de la guerra. 

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