El fuego arde sobre la tierra, destructor y purificador. Quedan de esta tierra quemada, las cenizas. Son estas el testigo de lo que se ha consumido, de la lucha, del caos, del tiempo. Y así, son símbolo del renacer, del anhelo.
Terra Veritas surge como un diálogo entre la experiencia personal del artista y una profunda reflexión sobre la historia de la humanidad en el contexto del Antropoceno. Esta muestra aborda la relación íntima de Vargas y su herencia, donde también explora el legado problemático del capitalismo, la ambición y las vicisitudes de la condición humana.
Vargas se centra en la historia de la historia, ofreciendo una mirada crítica y personal sobre los relatos transmitidos acerca de la transformación de las estructuras de poder que lo han configurado. Inicia su recorrido con obras magnánimas como las Pirámides de Giza y la Muralla China, que representan el poder y grandeza de sus respectivas civilizaciones; de arquitectura excepcional. Sin embargo, para Juan de Dios evidencian la ambición de los imperios, y así, el sacrificio de la vida humana para crear edificaciones simbólicas que trascendían la razón. Estas piezas las yuxtapone con el Coliseo Romano y Angkor Wat, ambos monumentos que reflejan la majestuosidad de las civilizaciones antiguas y perpetúan su herencia en el tejido mismo de la historia humana.
Construcciones creadas después de Cristo, que como sus predecesores, necesitaron de tantos para su concepción y desarrollo. La modernidad, una promesa de evolución y transformación de un pasado problemático crea nuevos entornos humanos y destruye los antiguos, acelera el ritmo general de la vida, disponiendo de formas inéditas de poder colectivo y aún así recae sobre los patrones de ese legado incierto. Walter Benjamin propone en las Tesis sobre la Filosofía de la Historia, que la historia no es una marcha triunfal, sino más bien una serie de catástrofes y rupturas, lo que refleja una visión más trágica y fragmentada de la condición humana. Esto concierne al artista, por lo cual la obra central de la exposición, Tierra quemada, es un mapa desdibujado donde las líneas rojas insinúan las formas de continentes estáticos. Este evidencia una retícula compuesta por placas de cenizas cuyas tonalidades varían de forma orgánica cuando se comparan una a la otra. Un vestigio de la civilización contemporánea; un pentagrama sin compás.
Casi como un presagio, Vargas advierte de este mundo víctima del Antropoceno. Es una cartografía simbólica que desafía la lógica convencional, puesto que los océanos se convierten en parajes desolados y las tierras en cenizas, evocando así un mundo transformado irreversiblemente por la intervención humana. A su vez, esta superficie se remite tanto a la construcción del mundo como al trabajo artesanal de su padre, un obrero cuya labor y habilidad para alinear baldosas lo marcó profundamente. Esta obra aborda también la relación padre e hijo, y del redescubrimiento de la propia historia a través del acto de crear.
Creciendo en una casa desordenada pero marcada por el meticuloso trabajo del padre, Vargas recuerda cómo lo observaba colocar las baldosas con precisión, una imagen que quedó grabada en su memoria. Esa contemplación infantil fue el primer encuentro con la práctica del dibujo y el orden, dos elementos que se entrelazan en su obra actual. Sin embargo, también fue fuente de conflicto, pues mientras su padre trabajaba con manos endurecidas y manchadas por su oficio, el artista, obsesionado con la limpieza, siempre buscaba mantenerse al margen de ese desorden. Al trabajar con ceniza en esta exposición, se ve forzado a ensuciarse, a conectar físicamente con su material y, de alguna manera, a reconciliarse con aquellos recuerdos de infancia y el legado de su padre.
La exposición no solo es un testimonio de las contradicciones humanas, sino también una reflexión sobre la capacidad del arte para trascender lo personal y conectarse con lo colectivo.
Se transmuta la ausencia en existencia. Las cosas de este mundo surgen del fuego y, de manera inevitable, regresan a él, completando su ciclo. Y así, como entre Juan de Dios y su padre, hay una reconciliación de saberes.
Texto:
Viviana Mejía
Laura Jiménez